Bar Santa Ana

Calle Pureza, 82, 41010 Sevilla
Teléfono: 954 23 92 65

Hay lugares que no son solo ladrillo y barra, ni tapas ni cañas. Son latido de barrio, voz de generaciones. En Triana, ese rincón se llama Bar Santa Ana. A simple vista, es apenas una esquina a la espalda de la Parroquia del mismo nombre, justo donde la ciudad se vuelve más verdad. Pero para muchos, es algo más que un bar: es la antesala del recuerdo, un refugio de costumbres, un altar sin velas donde los sevillanos rezan con vino y tertulia. Allí ha latido, durante casi seis décadas, el pulso inquebrantable de José Cárdenas —Pepe, sin apellidos—, que se despidió, por fin, del mostrador que fue su casa, su mundo y su espejo. Durante sesenta años, Pepe no vendió solo tapas. Sirvió memoria. En su local se narró la transformación silenciosa de Triana: De casas de vecinos a apartamentos turísticos, de los niños jugando al trompo en la calle y la ropa tendida en los balcones, al paso de los turistas en sandalias buscando autenticidad. El bar resistió como pocos a ese cambio de piel. Conservó sus recetas de siempre —menudo, espinacas con garbanzos, tortillitas de bacalao— y colgó en sus paredes el testimonio gráfico de una pasión: la Semana Santa. Porque si algo une al Santa Ana con el alma trianera, es su vinculación casi litúrgica con la cofradía, el incienso, la espera del Jueves Santo y la emoción de la Madrugá.

Pero todo ciclo pide descanso. Y Pepe, que vive apenas a unos pasos del bar, decidió jubilarse. Cerró una puerta, pero no el vínculo. El miedo de sus parroquianos fue inmediato: ¿y si esa esquina sagrada se convertía en otra franquicia de diseño? ¿Y si se desdibujaba la historia bajo la pátina de lo moderno?. Entonces, ocurrió lo inesperado. La nueva vida del Bar Santa Ana llegó desde Londres, de la mano de María Sanz de Acedo y su pareja, Benjamín Dalton. Una pareja joven, hostelera y con una idea clara: no transformar, sino custodiar. Se enamoraron del bar a primera vista. Vieron en su autenticidad un valor que en otras latitudes, como la inglesa, ya cuesta encontrar. Y con ese respeto por lo vivido, pusieron en marcha una reforma que no borró, sino que sacó a la luz lo que el tiempo había ido tapando: vigas originales, azulejos centenarios y una estética que habla sin decir. Santa Ana ha sido cuidadosamente renovado por CM4 Arquitectos para preservar su esencia original. Su decoración es un viaje sensorial que envuelve al visitante en un mosaico de detalles: arcos de herradura decorados con azulejos de infinitos patrones geométricos, paredes tapizadas de retratos y memorias enmarcadas, y un techo de vigas de madera envejecida que parece haber escuchado miles de tertulias, cantes y secretos. Las lámparas de hierro y vidrio cuelgan como faroles encantados, esparciendo una luz cálida que acaricia una hermosa barra de madera oscura que descansa sobre un zócalo revestido de azulejos artesanales. Pero el alma del Santa Ana se desborda hacia su amplia terraza: un teatro al aire libre donde Sevilla se sienta a vivir. Bajo el cielo abierto, el murmullo de los vecinos se mezcla con el tintinear de copas y el rumor de pasos por el empedrado.

La carta del Bar Santa Ana es un paseo por la tradición andaluza, donde el producto de calidad y la sencillez bien entendida mandan. Dividida en secciones claras, comienza con una cuidada selección de chacinas —como el jamón ibérico de bellota de Arturo Sánchez (10€ la ración, 25€ el plato grande) o el queso payoyo de cabra (5€)— y continúa con bocados fríos y calientes como la tortilla Santa Ana (3,90€), pipirrana con caballa escabechada (5,50€) o foie mi-cuit casero (11€). En el apartado vegetal, destacan las espinacas con garbanzos (3,50€ media, 7€ entera), los espárragos en tempura (3,90€/8,50€) y las alcachofas con romesco (4,80€/9€). La freiduría es otro de sus fuertes: bravas con sello propio (5€/10€), croquetas de bacalao (7€) o flamenquín de setas al parmesano (5,50€/11€). En carnes, ofrecen desde lágrimas de pollo (6€/10€) hasta una elegante carrillera al vino tinto (8€/12€), sin olvidar un steak tartar madurado (16,50€). También hay sitio para pescados como la gamba blanca de Isla Cristina a la plancha (18€). Los entrepanes combinan lo clásico —montadito de pringá o solomillo al whisky — con panes de mollete. En los postres, brillan la tarta de queso (6,50€), la sopa de chocolate blanco con torrija (6€) y la tradicional poleá sevillana (5€). En conjunto, es una carta que respeta el alma del antiguo bar, pero la actualiza con gusto, sin complejos ni artificios.

En esa esquina de Triana donde la calle se vuelve abrazo, el Bar Santa Ana ha aprendido a ser eterno. Hoy, como ayer, sigue oliendo a lo de siempre. Conserva empleados de toda la vida y mantiene los platos que lo hicieron leyenda, aunque ahora conviven con toques más contemporáneos: bravas con carácter, croquetas de sepia, flamenquines reinventados. La esencia, sin embargo, permanece intacta. Aquí todavía se canta sin previo aviso, se habla con confianza, se pide una tapa y se regala una historia. Porque el Bar Santa Ana es una celebración constante del arte de convivir. Un lugar donde el tiempo se sienta a la mesa, y la belleza no está solo en lo que se ve, sino en lo que se siente. Y Pepe, cómo no, pasa cada día. Observa con una mirada serena que el legado está en buenas manos. A veces, se sienta con sus amigos y escucha las risas, los saludos, el trasiego de los camareros. Sabe que su bar no ha muerto. Solo ha cambiado de voz para seguir diciendo lo mismo: que hay rincones donde la vida no envejece, solo se transforma.

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