Calle Betis, 74, 41010 Sevilla
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En el corazón de Sevilla, justo donde el Guadalquivir se curva abrazando a la ciudad, hay un rincón que late con un ritmo pausado, tradicional, casi familiar. En la transitada Calle Betis, un hermoso bar-kiosco lleva casi un siglo contando historias con aromas fluviales. Todo comenzó en 1930, cuando una familia humilde instaló un pequeño quiosco junto al río. No era un simple puesto: era un lugar donde las mujeres de los pescadores esperaban la llegada de los barcos que traían de vuelta a sus maridos, mientras tomaban algo para pasar el tiempo compartiendo confidencias. Lo engalanaban con flores, y fue en ese sencillo gesto donde nació su nombre y cobró vida su espíritu. Pronto, entre esperas y rutinas, comenzaron a ofrecer algo más: un bocadillo, una tapa, una cazuela sencilla. Así nació el Kiosco tal como lo conocemos. Con el paso de los años, el lugar fue transformándose. La cocina se llenó de frituras y sabores auténticos, convirtiéndose en un refugio para artistas, poetas, toreros y vecinos del barrio. Durante los años duros de la posguerra y los tiempos dorados del turismo, el kiosco nunca perdió su esencia. Evolucionó, sí, pero conservando recetas, refranes en las paredes, carteles costumbristas. La terraza creció, pero la vista siguió siendo la misma: Sevilla reflejada en las aguas del Guadalquivir. Tres generaciones han llevado adelante esta historia, comenzando con Lorenzo Sayago y Carmen Garrido, matrimonio fundador y alma del lugar, que vivían en la corrala La Cerca Hermosa, en la calle Alfarería 32, uno de los mayores corrales trianeros, con una historia que se remonta a los siglos XIX y XX. Allí crecieron sus hijos, entre ellos Lorenzo, quien tomó el testigo con el mismo cariño y compromiso. Hoy, es su nieto, también llamado Lorenzo Sayago, quien continúa la tradición con orgullo. En 2008, con la construcción del aparcamiento del Mercado, el kiosco tuvo que dejar su ubicación original. Fue entonces trasladado a unos terrenos cedidos en la misma calle Betis. Allí, volvió a echar raíces. Porque más allá del lugar físico, lo que sostiene al kiosco es su historia, su gente y esa manera de hacer que cada visitante se sienta parte de algo más grande: de un lugar de memoria colectiva, de un símbolo de Triana.
El Kiosco de las Flores no necesita artificios para impresionar: su belleza descansa en lo esencial, en una armonía discreta entre entorno y espacio. La terraza exterior, amplia y abierta al río, se extiende como un balcón sobre el Guadalquivir. El césped artificial amortigua el calor desde el suelo, mientras las mesas de la terraza se llenan de extranjeros desde bien temprano. La luz lo baña todo con generosidad, mientras la brisa del río y los aires acondicionados de exterior, refrescan el ambiente y alivian, aunque sea por un instante, las altas temperaturas del verano sevillano. Desde cualquier rincón, la vista es un privilegio: el agua fluye en silencio y al otro lado se alza Sevilla, sin necesidad de filtros ni decorados. El interior, en cambio, ofrece un respiro de frescura sin perder conexión con lo que sucede afuera. La decoración es sobria pero pensada con delicadeza. Los ventanales amplios permiten que el paisaje forme parte del salón, integrando el exterior en cada comida. El mobiliario clásico se complementa con claveles metidos en botellas de cerveza que, a modo de jarrones improvisados, aportan un toque de tradición. El suelo hidráulico, de dibujo clásico, tiene carácter y memoria. No hay guitarras colgadas en las paredes, aunque sí fotos, cartelería de época y algunos clichés andaluces, como los patios trianeros retratados con geranios y azulejos coloridos. A pesar de todo, aquí se respira identidad. Y es que todo responde a una idea clara de hospitalidad elegante, sin pretensiones. Es un espacio que invita a quedarse, a comer como en casa, con la ciudad y el río siempre de testigos.
La cocina es una extensión de esta filosofía: cocinar como siempre, servir con cariño y hacer sentir al comensal como en casa. Entre plato y plato, se descubre que este restaurante es una celebración de la identidad andaluza. El alma de su cocina es el pescaíto frito, y aquí no es cualquier fritura: se cuida el arte del rebozado fino, el mejor aceite de oliva, el punto exacto de cocción. El crujido sutil no pesa ni oculta el sabor, sino que lo realza. Puntillitas (17,90 €), calamares dorados (16,90 €), gambas fritas (19,90 €), un exquisito cazón en adobo (16,90 €)… Cada bocado recuerda a una taberna marinera, a la alegría de la feria, al pescado que freían nuestras madres en casa. Pero si el mar es la columna vertebral, la tierra también se honra. Los amantes de la carne encontrarán chuletitas de cordero (25,90 €), solomillo ibérico (25,90 €), o un jugoso entrecot de ternera gallega (29,90 €), todo a la brasa, acompañado de papas que saben a domingo en familia. Cuando el calor sevillano aprieta, no falta el gazpacho andaluz (6,90 €): frío, sencillo, tonificante. Y para quienes prefieren compartir, hay tablas generosas de jamón ibérico y queso curado (22,90 €) o gambas a la plancha (25,90 €). Los arroces, pensados para al menos dos personas, son otro punto fuerte: el arroz seco del señorito (21,90 €), el meloso de carrillada ibérica (23,90 €), o el espectacular arroz con bogavante (31,90 €) rinden homenaje al sabor con cada cucharada. La carta es amplia pero clara. Ingredientes frescos, proveedores de confianza y una cocina sin trucos. Aquí, la tradición no es una excusa: es una promesa.
Hoy, quien cruza el puente y decide sentarse a comer aquí, se adentra en una historia viva. Las mesas guardan instantes que perduran: encuentros furtivos, despedidas que dejan huella, promesas de volver. Venir al Kiosco es rendirse al placer sencillo de comer bien, contemplar el río y recordar lo esencial de la vida: compartir, saborear, vivir. Hay quien dice que no se ha vivido Sevilla del todo si no se ha estado en el Kiosco de las Flores. Y quizás no les falte razón. Porque aquí no solo se come: se prueba una cocina que habla por sí sola, que se entiende sin palabras desde el primer bocado. Nos ha encantado volver. Gracias a Lorenzo padre e hijo por su hospitalidad.