Estos días se está celebrando en Sevilla The Champions Burger Smash Edition, un evento donde se busca la mejor hamburguesa de España, y que se lleva a cabo del 12 al 22 de junio en el Estadio Ramón Sánchez-Pizjuán. En Cádiz, también se celebra The Champions Burger, pero en el estadio Nuevo Mirandilla, del 5 al 15 de junio. Ambos eventos son gratuitos y cuentan con food trucks de diferentes lugares. No es un simple festival gastronómico: es una competición, un escaparate en torno a un producto que, hace no tanto, era considerado comida rápida sin mayor pretensión. Toda la jungla de instagramers, tiktokeros y demás “creadores de contenido” se ha volcado en la carrera por sacar el video antes que nadie y conseguir más likes, transformando el evento en un espectáculo donde la viralidad pesa más que el sabor.
Pero ¿En qué momento pasamos de pagar seis euros por 120 gr de carne picada entre dos panes, a desembolsar quince por una torre desproporcionada de carne, salsas, cebolla caramelizada, pan brioche tostado en mantequilla, queso raclette fundido y, por si fuera poco, una loncha de bacon glaseado en miel de la Alcarria? La hamburguesa, símbolo durante décadas de lo simple y accesible, se ha convertido en objeto de culto. Y como todo lo que se eleva a esa categoría, ha sido reinterpretada, sobredimensionada y, en muchos casos, distorsionada. Hoy en día, las smash burgers se han convertido en un fenómeno mundial. Estas hamburguesas aplastadas han logrado conquistar a los amantes de la comida rápida y a los fanáticos de las propuestas más gourmet. Sin embargo, el camino desde su humilde origen en Estados Unidos hasta las mesas de todo el mundo tiene una historia fascinante, marcada por casualidades, innovación y un gran olfato empresarial. Nacieron en los establecimientos de carretera del medio oeste norteamericano, donde la carne se cocinaba rápido sobre planchas muy calientes, creando esa característica costra crujiente que hoy se celebra en redes sociales y en menús de restaurantes “de autor”.
El punto de inflexión, probablemente, llegó cuando los chefs comenzaron a ver en la hamburguesa no solo una opción rentable, sino un lienzo para su creatividad. Empezaron a aparecer locales que trataban a la hamburguesa con la misma devoción que a un plato de alta cocina: ingredientes de kilómetro cero, carne madurada, panes artesanales, y salsas hechas en casa. Lo que antes era un combo con patatas y bebida, hoy puede venir acompañado de maridajes con cervezas artesanales o vinos naturales. A partir de ahí, el precio dejó de responder solo a los ingredientes: se empezó a pagar por la experiencia. El empuje de las redes sociales también ha sido decisivo. Una hamburguesa de tres pisos con queso rebosando, bacon crujiente y un huevo perfectamente cocido es, antes que nada, material viral. Instagram, TikTok y YouTube se llenaron de videos de cocineros haciendo “la mejor hamburguesa del mundo” o probando la más cara de la ciudad. Lo visual empezó a dominar lo culinario. Muchas veces, da igual si puedes terminarla o si tiene sentido en términos de sabor: lo importante es que sea fotogénica. Así nació una categoría nueva: la hamburguesa espectáculo.
En medio de esta inflación gastronómica, las smash burgers se han convertido en el último eslabón de una cadena de exageración disfrazada de autenticidad. Se presentan como una reinvención inteligente, como una evolución con carácter, pero en realidad son parte del mismo fenómeno de siempre: tomar algo popular, sobreexplotarlo y venderlo como si fuera una experiencia irrepetible. Lo que antes era una comida rápida y sabrosa, sin más pretensión que saciar el hambre, hoy se convierte en una especie de fetiche urbano con nombre rimbombante, colores excesivos, logos cuidados y filas interminables para probar “la mejor del país”. No se trata solo de gusto, se trata de pertenencia. De estar al día. De subir la foto. Las smash burgers se han vuelto símbolo de un postureo gastronómico donde lo importante no es lo que comes, sino dónde, cuánto pagas, y sobre todo, cómo lo muestras. Detrás de cada mordisco hay una estrategia: food trucks con iluminación de festival, carne con certificados, pan con nombre propio. Pero la pregunta es simple: ¿realmente son mejores o simplemente hemos perdido la perspectiva?
Tal vez el verdadero fenómeno no sea la hamburguesa, sino cómo convertimos cualquier producto accesible en un artículo de lujo envuelto en narrativa. Lo que era comida de paso ahora es evento. Y, como todo evento bien montado, tiene un precio inflado que no siempre refleja la calidad, sino nuestra disposición a pagar por la ilusión de estar comiendo algo “especial”. La buena noticia es que por 15 euros no solo comes, también formas parte de algo… aunque no sepas muy bien de qué. Así esta el patio.